jueves, 30 de abril de 2009

eTeRNaMeNTe CuLPaBLe

Hace un año mas o menos que me viene pasando, pero hace poco entendí el por qué. De golpe un día encontré que tenía pelos en el pecho, pero el problema es que esos pelos pertenecían a mi cabeza. Fue un día que los vi al salir de la ducha, y desde ese día me pasa en cada ocasión, cuando termino de secarme encuentro pelos en mi pecho, algunos transportados por la toalla, otros caen por si solos.

Cada pelo mío que encontraba en el piso, en mi pecho, en la toalla, me dolía como si me lo clavaran en la espalda, no entendía por qué el dolor de ver mis rulos fuera de mi cabeza, no entendía la tristeza que me causaba la caída de mi cabello. La estética nunca me preocupó demasiado, limpiar los pelos que había por ahí tampoco, busqué y no encontré, hasta hace poco que en entendí el por qué.

Eran los últimos días de febrero de 2004 cuando Mario vino a visitarme a Mar del Plata, para terminar de organizar nuestras vacaciones. Con información de Internet y los comentarios de un primo de un amigo de un amigo que alguna vez lo hizo, planeamos ruta, fecha, cantidad de kilómetros y de comida, herramientas necesarias y economía de guerra para afrontar los famosos “7 lagos”, en bicicleta.

Llegué a Tandil el sábado 28 al mediodía, teníamos un solo día para darle los últimos retoques al viaje y a la preparación de la bicicleta, algo nada fácil para dos novatos. Ese 28 fue un día larguísimo que no voy a olvidar, cada detalle está grabado en mi memoria y es uno de los motivos de por qué les cuento todo esto.

En orden cronológico y sin entrar en detalles, me tomé un remis desde la terminal, llegué a casa pero no tenía llaves, pedí una bici prestada, fui a buscar las llaves a lo de mi cuñada, me caí de la bici, termine en el hospital, pase un buen rato con mi chica, preparé la bicicleta para salir al día siguiente, fui a saludar amigos que hacía mucho que no veía, probé la bicicleta para confirmar que estaba todo bien, cené con mi hermano, fui a un cumpleaños, me emborraché, fui a bailar, volví a casa con mi chica, me acosté a cualquier hora y casi sin dormir y con mucha resaca, nos encontramos con Mario en la puerta de casa, y salimos pedaleando hacia la terminal, un colectivo nos llevaría hasta Azul, y de ahí otro a Bariloche.

Ya en la ruta y antes de dormirnos lo miré a Mario con ese gesto que tienen todos cuando recién salen de vacaciones:

YO: ¿no nos olvidamos nada no?

Mario: Yo creo que no, a ver… comida, bicis, caja de herramientas, mapas, plata.

YO: Plata, ahí está, mi vieja me había dicho que pase por lo de la abuelita, seguro que me iba a dar unos pesitos para aportar a la causa.

Mario: Ya fue, los cobrás a “viaje vencido”, ya ya está.

El viaje fue excelente, no le faltó ningún condimento, un poco de sufrimiento pedaleando bajo la lluvia, la cuota de incertidumbre al perdernos en la montaña con la bici al hombro, la parte de relax con 2 días en un camping al borde del lago, el mínimo indispensable de adrenalina con 13 kilómetros de bajada llegando a San Martín de los Andes, y el bonus track de lo social compartiendo carpa y cenas con personas que recién conocíamos.

Con las piernas cansadas, la espalda dura y la ropa sucia volvíamos rumbo a Tandil. Los dos teníamos una sonrisa dibujada en la cara mezlcada con un gesto de asombro, de haber logrado casi una proeza (al menos para nosotros). Como si hubiera sido un partido de fútbol comentabamos cada jugada, cada tramo de ruta, cada persona(je) que habíamos cruzado, cada lago, cada camping, los aciertos, los errores, no terminabamos de entender lo vivido en esos 13 días.

Llegamos a Neuquén cerca de las 21hs, así que antes de entrar en la noche, ambos aprovechamos para avisar en nuestras casas que estaba todo bien, y la hora de llegada.
El teléfono lo atendió mamá, ante cada cosa que le contaba respondía con un monosílabo de poco entusiasmo. Educada como siempre dejó que yo terminara de hablar para empezar, hizo una introducción breve como quien quiere meterte en tema sin publicar detalles, su voz raspada y temblorosa hacía presumir que algo no andaba bien, y así fue.

Se me vino el mundo abajo, los gestos de felicidad y asombro se borraron de un plumazo de mi cara, mi corazón empezó a latir como queriendo salirse de mi pecho, y mi respiración agitada parecía la de un nene cuando quiere hablar llorando.

Mamá me contaba, como podía, que la abuelita se había caído en su casa, y se había quebrado la cadera, que estaba internada en observación y que los médicos no daban más detalles que esos.

Desde el momento en el que colgué el teléfono hasta la llegada del colectivo a Azul, solo guardo una imagen en mi cabeza, no me acuerdo como terminó la charla con mi mamá, ni si le conté o no a Mario el motivo de mi cambio de ánimo, el único recuerdo que tengo me tiene a mi ocupando 2 asientos del colectivo, en posición fetal, y llorando, llorando mucho y sin parar, intentando comprender lo que pasaba, deseando que todo fuera mentira.

Mi cabeza no dejaba de pensar, de buscar por qués, la voz de mi mamá iba de un oído al otro, mis lágrimas mojaban ya mi ropa, y encima faltaban 10 horas de monotonía arriba de ese colectivo, monotonía que se rompía sólo cada tanto, que Mario que estaba sentado adelante, espiaba por el medio de los dos asientos buscando una explicación a ese grandulón acurrucado que no dejaba de llorar, me miraba a los ojos para que yo sepa que no estaba sólo, pero sin hablar si quiera, para respetar mi momento.

Mi abuela no podía recibir visitas, y tuve que volver a Mar del Plata sin poder verla. A esa altura no se si era más grande la tristeza de tenerla internada o el sentimiento de culpa de no haber ido a visitarla ese sábado 28 de febrero, donde seguramente ella me iba a dar algún billetito y alguna palabra de aliento para que me lleve al viaje. Había una posibilidad de que la operación salga mal y yo no pueda volver a verla, y eso me hacía aún peor, agrandaba mi culpa.

Seguramente de haber ido a tampoco hubiera cambiado el destino de esa caída, lo único que hubiera cambiado es la culpa que yo siento de haberme perdido ese abrazo antes de viajar, y tal vez, quien sabe, de haberla hecho perder a ella ese mismo abrazo.

Llegó semana santa y volví a Tandil, la abuelita ya podía recibir visitas y yo esperaba ansioso ese momento. Llegué a la clínica nervioso como si fuera a rendir un final, veía en esa visita un examen de nieto, donde ella tenía que ponerme la nota de acuerdo a mi comportamiento. Entré a la habitación tembloroso, ella estaba acostada en la cama y mi tía y mi mamá charlando bajito a un lado. La miré con sentimiento de culpa, como quien busca pedir perdón con la mirada, me acerqué a ella y le di el beso más sentido de toda mi vida. Ella respondió la mirada, y con todo su esfuerzo levantó su mano derecha en dirección a mi, yo esperaba una caricia de abuela, o una cacheta en señal de reproche, pero no fue así. Mientras la mano seguía subiendo una sonrisa se empezó a formar en su boca, entrelazó sus dedos en mis rulos y dijo: “Ay nene!! Vos nunca te vas a quedar pelado”.

El 22 de abril de 2004 muere “La Abuelita Chiquita” con 92 años.

Seguramente nunca me voy a quedar pelado, lo malo de tener pelo durante toda mi vida, es que siempre va a haber alguno que se caiga, que termine en mi pecho, y que me haga recordar que la culpa será eterna.

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